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Caracoles

El viaje hasta la península duró horas y estábamos cansados, la hilera de carros se detuvo en el traspatio de una casa perdida en la playa y el mar no se veía sobre esa oscuridad-azul de caverna. Al lado había una fábrica de dulces, según dijeron los viejos, adelantando una promesa alentadora. Adentro, el aburrimiento: un recibo con muebles de madera hueca y una cocina abierta con decenas de sartenes y ollas colgadas de troncos negros, barnizados. Y un gato. O dos. Y el abrazo de los anfitriones a los huéspedes. Bienvenidos. Poco más.

El reconocimiento fue sereno y, por primera vez en varios años, esa noche dormí sin escuchar el canto de los grillos. Antes de cerrar los ojos, al fondo, pude sentir el murmullo de unas carcajadas. Necesitaba que el tiempo corriera de prisa, eso hacía que aumentara mi ansiedad por empanizarme en la arena y construir un castillo enorme al día siguiente. Estuve viendo al techo, las sábanas, mi piel y las paredes por dos horas.

El desayuno fue una fiesta de arepas y natas. Hubo gritos y una guerra de mantequilla con regaños al final. Y más risas. Ese mediodía salimos a cazar cangrejos y me partí la boca cuando corrí sobre unas piedras verdes y lisas. Iba de último y solo atiné a ver la humedad bajo mis pies descalzos. Traté de levantarme sin que los otros lo notaran, pero la sangre fue dejando un camino de gotas que terminó por delatarme. Me dolía, pero tener un labio hinchado era casi una costumbre a los nueve años, así que no hubo más que chistes anecdóticos. Sin embargo, ese primer viaje en mi memoria dejaría una cicatriz más gruesa. Interna.

Por la tarde me insolé y en la madrugada temblé de fiebre bajo las sábanas de una cama prestada que me parecía gigantesca. Otra cama, creo que era la de los dueños de la casa. Mis tías me cuidaban.

Ya comenzaba a convertirme en mala noticia, algo que no me gustaba. Allí estaban mis mejores amigos y algunos de sus primos. Sobre todo, sus primas. Una de ellas. La más bonita.

Tuve que demostrar en el segundo desayuno comunal que sabía comer pescado sin atragantarme con una espina, y lo logré. En cambio el pequeño Luis terminó vomitando entre lágrimas. Eso me gustó, pero no le dije a nadie.

Después vino el reposo en el chinchorro, que acabó con una caída incomprensible y un pedazo de piel colgando de mi espalda. La marca me interesaba, pero el ardor en el cuerpo estaba una categoría más cerca del infierno que de lo doloroso. Tampoco es que pueda reeditar la sensación de alivio frío por el tubo de crema que me vaciaron con cuidado, pero ahí sigue permaneciendo esa imagen de palos y horizontes, de jaulas con canarios, perros echados, baldosas y cuerpos a lo lejos. En ese lugar aprendí a manejar la ansiedad y la paciencia, una forma del azar parecida a la planificación.

Luego de estar dos días encerrado para evitar el sol, mirando a los demás con cara de pocos amigos desde una ventana, logré salir hasta la arena y vi el castillo.

Era enorme y perfecto. Casi podía entrar en él si me agachaba. Nunca había imaginado que la comunión y el ingenio se aliaran con las ganas para producir imposibles. Sentí rabia. La camisa que cargaba puesta me llegaba a los muslos y todas las fotografías me excluían de la celebración. Pensé en regresarme volando, en nadar hasta perderme, en que ninguno de mis logros hasta ese momento había sido fruto del trabajo, sino de la intuición, esa especie de justicia espontánea que remeda a la fe. Maldije. Recuerdo que escupí y se me aguaron los ojos. Recuerdo, también, que nadie me vio.

Así que me preparé para la noche. Había apuestas y me sentía fuerte, con la fortuna de mi lado. Hasta ese momento no sabía de historias en las que un solo personaje acaparara todo el fracaso.

La imagen: Casi treinta personas en círculo dándole vueltas a un trompo que decía pon uno, pon dos, toma uno, toma dos, toma todo, todos ponen.

Luego de algunas horas quedamos nueve, y después cinco. Después tres, con el dinero del resto, que era mucho. Al final, el padre del pequeño Luis, el gran Luis, acabó desafiándome en un lance suicida. Me derrotó. Terminó bailando merengue, con el bermuda a medio caer por las monedas y mostrando parte de los pelos de sus nalgas. Lo que más me molestó no fue su bronceado disparejo, sino que me ganara estando borracho. Así que fui por mis caracoles.

Mis caracoles. Había nueve baldes repletos, yo tomé el mío y conversé con ellos. Les dije que mis esperanzas se esfumaban y que por favor, si iban a perder, que lo hicieran dejando la piel en el intento, que corrieran duro, que no tuvieran miedo. Que vamos, carrizo, que sí se puede. La carrera sería al día siguiente, después del tercer desayuno. Era una competencia para los más pequeños.

Quedamos últimos.

Mis caracoles casi no se movieron. Hubo algunos, incluso, que caminaron lentamente hacia el lado contrario, babeando el piso, lo que produjo una retahíla de carcajadas ofensivas. Golpes y patadas. Carreras. Creo recordar que me senté en silencio, mientras los otros gritaban agitados. Me levanté despacio y caminé hasta la playa. Me quité la camisa y entré al mar.

Cuando salí, el pequeño Luis se me acercó para decirme que me estaban esperando, que pronto comenzaría el torneo de pelota, junto a la fábrica. Fui por cumplir, porque no tenía algo mejor que hacer, porque estaban las primas de mis amigos, la prima, una de ellas, sobre todo. La más bonita. Y porque ya la espalda no me dolía. Igual, estaba claro para mí que, siendo de los más gordos, mis opciones de ganar el mano a mano contra la pared eran escasas. Quedé cuarto, pero pude divertirme un poco.

Solo quedaba una noche.

De ahí nos fuimos a la fábrica, un paseo sin competencias. Las carreras y los refugios eran improvisados. Jugamos a los policías y ladrones, al escondite americano, a la ere. Había toneles gigantescos de dulce de leche, de casi dos metros de alto, donde metíamos las manos y nos embadurnábamos a placer. Subíamos por unas escaleras de cemento adosadas a una de las paredes externas. Entre los contenedores, los largos pasillos se cortaban por máquinas futuristas, o eso nos parecía.

Nos dividimos en varios grupos y la prima del pequeño Luis me introdujo un dedo en la boca en una intersección donde solo estábamos nosotros. Eso me gustó. Yo no sabía qué hacer, así que hice lo mismo. Me mordió y salió corriendo. Dentro de ese laberinto de barriles y depósitos, intenté perseguirla sin que se diera cuenta. Me dolía el dedo.

Caminé por varios recodos y encontré a los del grupo desperdigados, pero cada uno de ellos parecía tener su lugar, recuerdos felices, códigos propios; se veían cómodos y a gusto, seguros y resueltos, eran una pandilla completa, sin integrantes de sobra, comían, se empujaban, recordaban algo en lo que yo, por alguna razón, parecía no haber existido, excepto mis resbalones y encierros, pequeñas historias laterales que por lo general servían para desviar el tema hacia algo mejor. Usualmente los escuchaba en silencio y sonreía. Después seguía a buscar a alguien más. A cualquiera, pero sobre todo a alguien.

Luego de casi cuarenta minutos, apagaron la luz. No sé quién. Me tomó de sorpresa. Yo estaba al fondo, perdido, había caminado mucho y tuve miedo de quedarme adentro. Sería el peor de los finales posibles. Me unté las manos con dulce caliente y comencé a salpicarlo todo, a manchar piso, tuberías, latones y escaleras, a despedirme a mi manera, en un acto desesperado de malcriadez a solas. Creo que escuché salir a la mayoría, por el ruido del portón a lo lejos.

Seguí y seguí buscando a tientas, sudando, con el corazón latiendo a toda bomba, y ya estaba llegando al punto de la resignación cuando la vi de espaldas, recibiendo un beso con las manos de otro en sus nalgas. Las dos manos se movían en círculo y ella no hacía nada. Más que estática, estaba aprendiendo. La imaginé con sus ojos cerrados. Se me revolvió el estómago y me detuve en seco. La desnudaron a medias allí mismo. Alguien, no pude ver cuál de los amigos era, se fue y la dejó como estaba, mirando a todos lados con medio cuerpo al descubierto, como esperando alguna señal. Y esa señal se la di yo.

La levanté como pude y la tiré adentro de uno de los contenedores. Forcejeó, pero mi rabia era más fuerte que su desconcierto. En la acción se golpeó la cabeza y no sé si se desmayó, pero tampoco hizo mucho esfuerzo por detenerme. Me subí a las escaleras y la vi hundirse en la espesura del dulce. Volteé hacia donde supuse que estaba el portón, después hacia abajo, y no había nadie. A pocos metros quedaron sus zapatos y su faldita de colores pasteles. El corazón se hinchaba y se batía, rápido, pesado y contra todo. Por momentos no supe qué hacer. Yo creo que estaba muerta porque metí la mano para probar un poco y me quemé. Ella ni siquiera gritaba. Me vio por uno o dos segundos, pero estaba muy oscuro.

Salí de allí a los pocos minutos, aturdido entre la sorpresa y las ganas de llorar. Luego de lavarme las manos y ver la costra que se me empezaba a formar en la espalda, corrí en silencio, otra vez, hasta mis caracoles para hablar con ellos. Al día siguiente nos marcharíamos de regreso y yo quería proponer una nueva competencia. Estaba seguro de que esta vez no me iban a fallar.

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