En este momento estás leyendo a un lector, no a un escritor distante, no a un crítico, no a un experto, no a un encopetado sabelotodo con ínfulas de editor. Estás leyendo a un fanático con fisuras.
Pedro Lemebel, chileno, izquierdista y gay de filoso lenguaje florido, había publicado ya varios libros cuando lo leí por primera vez, a finales de 2003. Desde entonces lo incluí en mi lista de autores predilectos. Por honesto y corajudo. Porque se abría y sangraba en cada texto. Porque mostraba sus costras y era capaz de besarlas y mentir sobre ellas sin que te dieras cuenta. Porque convertía el miedo en un escudo amante.
No me acerqué a Lemebel como quien conoce antes al mito magnificado en los medios, sino al sujeto anónimo, al nombre por descubrir. Después miré un documental que hablaba sobre una de sus propuestas políticas y estéticas: las Yeguas del Apocalipsis. Me sentí mejor y casi me enamoré.
Edité un par de revistas y le solicité algunas colaboraciones por correo electrónico, para que otros pudieran darse el gusto de conocerlo. Cuando lo hizo, respondió coqueto, con brevedad y sin comas, y nos obsequió dos textos formidables.
Compré libros suyos y los regalé. Dicté un taller de periodismo y pedí como intercambio un pequeño lote de una de sus ediciones para los asistentes. También lo regalé. Revisité sus crónicas, llenas de adjetivos como sujetos e iluminaciones, de diminutivos y rabias desnudas, de espuma, luciérnagas, plumas y colores, me convertí en paseante ebrio de sus páginas y traté de ser una puta barata que ofrecía relecturas en voz alta, a cambio de un trago, de una sonrisa, de una lágrima tibia en la madrugada.
La semana pasada asistí con pena al video de una pelea callejera protagonizada por unas estudiantes venezolanas, que usaban sus uniformes de camisas azul y beige. Un espectáculo dramático: la celebración de la violencia. Un carnaval de golpes, gritos, carcajadas y empujones como la reivindicación de la fuerza bruta.
Dicho en criollo, se molían a coñazos, o eso intentaban. Hasta que al final un moreno musculoso y en franelilla, visiblemente mayor que el grupo que se movía con la golpiza, separaba a dos de las chicas que seguían soltando las manos y batuqueándose el pelo. Uno de los presentes cerró el retrato cruel de esta "realidad estudiantil" con un chistecito junto al celular que grababa la escena: "¡Eso! Eso es lo que les gusta. Jajaaaa...".
Iba a escribir acerca de este tema como alegoría al triunfo de nuestros bárbaros instintos sobre lo que se supone que deberían darnos los libros. Pero murió Lemebel.
Esta semana me comentaron que el gobernador de Miranda y excandidato presidencial, Henrique Capriles Radonski, había tenido un pequeño desencuentro con algunos compañeros por el titular que usé para ilustrar la entrevista que le hice unos días antes. Que me desmintió, cuentan. Tendría que decírmelo él para saber si es cierto, pero no creo que lo haga.
Iba a escribir acerca de la valentía y la entereza que requiere una persona para triunfar en política, y sobre lo que pienso que hace falta para no claudicar frente a tus propias ideas sin cazar combates que tienes perdidos de antemano, pero sosteniendo tu palabra. Algo, por lo visto, complicado en el pequeño grupo que domina a la oposición en Venezuela. Al final, iba a hablar sobre el cinismo y la cobardía, pero murió Lemebel.
Esta semana, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ofreció un discurso en la Asamblea Nacional. Dio unos anuncios insuficientes y se escudó en palabras huecas para no terminar de aceptar que nos desborda una crisis producto de la ineficacia y la corrupción que reina en el inmenso Estado que el chavismo ha creado en década y media.
Iba a escribir sobre las aberraciones del poder, pero murió uno de los cronistas mejores que han leído mis ojos, un verdadero referente de la contracultura y la voz de los humildes, un subversivo, un periférico. Un escritor rebelde. El más igual de los diferentes.
Las niñas que pelean y los guapetones de barrio, Henrique Capriles y Nicolás Maduro, se pueden ir bien largo al carajo con su vital intrascendencia. La noticia más importante de esta semana es la partida de un valiente que escribía con el culo herido y leía al mundo con la genuina torpeza que caracteriza al corazón.
Una noche antes de la muerte de esa controvertida y alucinante mariquita chilena, vi a una amiga en un restaurante en Caracas. Ella trabaja como coordinadora de una red de librerías en Santiago y le pregunté por dos autores, uno de ellos fue Pedro Lemebel. Me interesaba saber si sus libros se vendían. Me dijo que sí, pero con una arruga a cada lado de su naricita con pecas. Y agregó: "no hay que tener todos sus libros, con tres o cuatro es suficiente".
Este viernes escribí en twitter que lo positivo de la muerte de Lemebel es que ahora van a leerlo más, y una periodista me dijo que el comentario sonaba "un poco cruel".
Justo entonces comprendí que me invadía una extraña melancolía, y que debía escribir sobre él. Así que, para que esto valga la pena, tómate una buena hora: busca los mágicos textos barrocos de este raro escritor de la noche que vuela.