Cuando Adriana L. Fernández me mostró las fotos que había tomado en San cristóbal no dudé en que debíamos publicarlas, junto a una crónica en primera persona que trabajamos con paciencia y que relata su experiencia junto a uno de los bandos en disputa.
La universidad como zona de combate: no todos son de la ULA y muchos no son estudiantes. Los juntó la rabia y a partir de ahí chocaron —noche a noche— con las fuerzas del orden público y con otros grupos de encapuchados.
Estos retratos que capturó Adriana dos días después del asesinato de Kluiberth Roa, desnudan un lado de esa guerra particular que enfrenta no solamente ideas sobre la verdad y la libertad, sino las distintas formas de vida que se han cultivado en las trincheras más incendiarias del estado Táchira.
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Por Adriana L. Fernández
Frente a la sede de la Nunciatura, en Caracas, había unos 60 manifestantes por el asesinato del adolescente de 14 años, Kluiverth Roa, ocurrido dos días antes a manos de un joven de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) en el estado Táchira. Había casi tantos periodistas cubriendo la protesta, más simbólica que de importancia nacional. Cuando llegó la exdiputada María Corina Machado, las cámaras y micrófonos se apiñaron, corrieron, buscaron su mínimo resquicio. El calor aumentó entre los empujones y gritos del tumulto.
–¡Quítate fotógrafa!
Algunos se encaramaron a las rejas y árboles cercanos para sumar una fotografía más.
¿Qué hago aquí? ¿Y para qué?
Esas dos preguntas envolvieron a un puñado de reporteros, en ese momento ya agrupados en círculo para convencerse de una idea inapelable, estaban en el lugar equivocado.
–¿Por qué nos matamos por la milmillonésima foto de María Corina? Vámonos a Táchira. Ahí está el tema.
–¿Cuándo?
–…¿Hoy? –repliqué tratando de sumar alientos, como si una pregunta en tono de quinceañera fuera suficiente para empacar.
Era difícil salir de Caracas, no había pasaje por aire o tierra. Aún así, a las 6:00 pm llegó la llamada.
–Ten tus cosas listas, salimos de La Bandera en una hora.
Frente a la prisa: cámara, máscara, credencial, en ese orden. Seríamos tres. Como no había boletos, un hombre tuerto abrió la posibilidad a cambio de “algo para el café”. Nos metió en un expreso a Barinas. El chofer me escondió en un huequito de metro y medio en la cabina. Mis dos colegas viajaron en las escaleras, al lado del baño. El trayecto, acalambrado, duró 5 horas.
Cuando llegamos a Barinas eran las 4:30 am. El lugar olía a orine: tenían dos días sin agua. Después de un par de horas de guayoyos y espera, llegó la camionetica dirección a San Cristóbal. En un punto de control del Cicpc, la atención de los funcionarios que abordaron la unidad se centró en una pareja nigeriana sin pasaporte sellado. El hombre, bien vestido y acompañado por una mujer humilde, que hablaba un mal castellano, descendió del bus. Unos efectivos de la guardia nacional vestidos de civil dijeron en tono de burla: “Pague su vacuna, negrito”. En efecto, el hombre sacó un fajo de billetes, pagó y seguimos como si nada, arropados por el vallenato a todo volumen que no paró de sonar en las cornetas. Esas dos horas de sueño intermitente serían el descanso más cómodo del resto del viaje.
Llegamos a San Cristóbal el jueves 26 de febrero. El taxista comenzó el recorrido con una lista de precios a modo de aclaratoria:
–Un kilo de leche cuesta 800 Bs. Un desodorante, 300. Y esto tiene tres años así, no uno o dos, como cree la gente. Yo a veces hago hasta diez horas de cola por gasolina. Lo poco que llega lo sacan por la frontera y los primeros bachaqueros son los militares.
Primera imagen: el altar que le hicieron al chico asesinado, Kluiverth Roa. Allí, varios testigos presenciales del hecho sangriento repitieron lo que decían algunas informaciones: Que el PNB –Javier Mora Ortiz– lo arrastró y le disparó en la cabeza, después de que el niño rogó por su vida. Que querían llevárselo en la moto, “pero no los dejamos, así que se fueron corriendo”.
Los vecinos, indignados, querían saber qué había pasado con el PNB que conducía la moto en la que huyó el asesino: “Él es cómplice de un asesinato, ¿por qué no está siendo procesado? ¿Por qué está en libertad?”. Todos querían declarar, preguntar, denunciar. Incluso aquel señor que siseó a lo lejos y, con cierto misterio, me alejó del resto:
–Tengo una información que te interesa.
Sacó su celular, mostró la pantalla y pidió que copiara: “Juez Cesar Enrique Rodriguez Urdaneta. Juez Cuarto de Control del Circuito Judicial Penal del Estado Táchira”. Una vez anotado, soltó:
–Estaban los tres reunidos: el policía, el juez y el fiscal. En plena reunión llamó un viceministro y pidió hablar con el juez. Le dijo: “Lo que se murió ahí fue un perro. Descansen el caso y vemos cómo resolvemos lo del funcionario.”
El hombre parafraseó las supuestas palabras del tal viceministro sin nombre. Miraba fijamente.
Ninguno de los cinco taxis que detuvimos para ir a la Universidad de Los Andes (ULA) quería ir. Cuando llegamos, notamos por qué: la calle era un reflejo del apocalipsis. Uno de los contactos bajó corriendo del taxi, moviendo las manos en el aire y gritando a los que custodiaban la entrada, que no quemaran el carro, que éramos periodistas. Los custodios, jóvenes protestantes, se hacían llamar “gariteros” y, a la defensiva, apuntaban el carro con morteros. Antes de entrar, nos detuvieron.
–¿A quién le trabajan? ¿Dónde vemos su trabajo?
El interrogatorio fue interrumpido por el silbido lejano de otros “gariteros”, que anunciaban un enfrentamiento. La PNB llegó lanzando gas y perdigones, sin mediar palabras.
El ataque fue corto. Los manifestantes tenían cuatro días atrincherados entre la Universidad de Los Andes (ULA) y la Universidad Católica del Táchira (UCAT). Varios de ellos llevaban dos o tres días tomando siestas intermitentes de 20 minutos. “Te acostumbras a no dormir”, decían. Se turnaban para vigilar los cuatro puntos de acceso que tiene la universidad. Muchos matriculados afirmaron que su campus estaba secuestrado por estos grupos de choque, porque –según ellos– si acaso el 10% era en realidad estudiante de la ULA. La mayoría llegaba allí procedente de otras universidades y liceos, otros ni siquiera cursaban una carrera.
Cuando entramos a la ULA por primera vez, fue como entrar en una micro-aldea. Los jóvenes, viscerales y apasionados, tienen un claro nivel de organización y, en medio del caos, conviven en armonía.
Los enfrentamientos eran breves y la vigilia constante. Al caer la tarde, durante el segundo choque del día, dos de los protestantes resultaron heridos de gravedad y fueron trasladados a un centro de atención en una ambulancia que la Guardia Nacional detuvo, intentando hacerle una requisa. Pedían a los enfermeros que entregaran a uno de los jóvenes, pero los paramédicos no accedieron. Según las denuncias de otros manifestantes, una vez en el hospital, un grupo de fuerzas policiales ingresó para detener a los médicos que atendían a ambos chicos.
Durante la noche, subí al muro de la Universidad, donde los gariteros vigilaban la avenida principal. Hablaron durante horas sobre sus convicciones y experiencias. Después, en medio de un silencio pesado, uno de ellos miró a la calle con expresión de asombro. Estaba emocionado. Le subió la adrenalina. Dos camiones del aseo de la gobernación se acercaban desde lejos, junto al sonido distintivo de las KLR. Comenzaron a silbar en cadena, mientras otro corrió la voz: “llegaron los colectivos”.
En cuestión de segundos, la calma se convirtió en gas lacrimógeno y detonaciones. Los dos camiones del aseo transportaban cerca de 40 personas encapuchadas y vestidas de rojo, venían acompañadas por la Guardia. Lanzaban piedras y perdigones. Me escudé en un muro, ahogada por el gas. Pegada al concreto, sentí el impacto cercano de las detonaciones. Desde adentro, los manifestantes contraatacaban con una disciplina casi militar, respondían con piedras, morteros, fuego, gritos e insultos. El enfrentamiento duró alrededor de una hora, hasta que los supuestos colectivos y la GNB se quedaron sin municiones. “Nos vemos mañana, hijo ‘e putas. Venimos por ustedes”, gritaron antes de replegarse.
Regresamos al lugar el viernes. Habían sido detenidos dos jóvenes, pero a medida que transcurría el día llegaban más y más de ellos. A las 5:00 pm, estimé un total de 150, atrincherados en la universidad. Su tarde era una preparación para el combate nocturno. Uno elaboraba “la mezcla”, una combinación de anime, tierra, gasolina y aceite. Otro cortaba las mechas y un tercero “ensamblaba” las bombas molotov.
Se inició una ola de rumores que advertía sobre una supuesta reunión entre los directores de la casa de estudios y el gobernador del estado, José Gregorio Vielma Mora. Los protestantes creían que los rectores permitirían el acceso a las fuerzas del orden público para allanar la universidad. Hacía una tarde hermosa, caía el sol con brisa fresca. El clima contrastaba con la sensación de ansiedad y nerviosismo que hacía mucho se había apoderado del lugar. Conocimos las rutas de escape porque, de acuerdo con los jóvenes atrincherados, si la PNB o “los colectivos” violentaban la autonomía universitaria, robarían nuestros equipos de trabajo y nos intentarían detener.
–Ya le pasó a un reportero aquí. Le quitaron las credenciales, lo golpearon y se lo llevaron detenido unas horas. Le decían que era guarimbero… –aseguró uno de ellos.
A la espera de lo incierto, hubo momentos de intimidad. Algunos mostraron partes de sus cuerpos marcados con cicatrices, que recordaban diferentes enfrentamientos.
–Yo estaba cuando mataron al niño. Él se quedó atrás para ayudar a una niña que había sido perdigoneada y ahí pasó todo –reveló uno de ellos, después hizo una pausa larga– ¿Por qué no pasa nada en Caracas?
–Están acorralados –respondí con dudas.
–Mire lo acorralados que estamos nosotros acá –dijo entre risas.
–¿Qué te gustaría decirle a los grupos que protestan en Caracas?
–Dígales que salgan, que le echen bolas. El Táchira necesita apoyo, que no nos dejen solos. Dígales que Táchira cree en Caracas. Créame cuando le digo que no vamos a detenernos hasta obtener nuestro objetivo.
–¿Cuál es su objetivo?
–La Renuncia de Vielma Mora, la justicia para los caídos, para el niño.
A las 1:00 am, igual que en la madrugada anterior, sonó la campana de la ULA. Quienes dormían se despertaron a las carreras. Todos corrían. Llegó un voluminoso contingente de la GNB que se formó en piquete. Me asomé con cautela por un huequito en la pared. Estimé alrededor de 150 funcionarios en una esquina. Atacaron con fuerza. De un momento a otro, la ULA se convirtió en una enorme y espesa nube gas, no había visibilidad posible más allá de tres metros. Hasta las máscaras se hicieron inútiles, el gas entraba de cualquier manera.
Los manifestantes creían que semejante respuesta oficial sólo podía obedecer a un intento de allanamiento. Ellos atacaban como podían, como si esa fuese la última frontera posible entre la libertad y la prisión. El combate fue largo: dos horas continuas, que resultaron en tres heridos por impacto de bomba lacrimógena. Uno de ellos fue trasladado al hospital. Los protestantes lograron mantenerse en el lugar.
Eran las 3:00 am y estaba exhausta. A la mañana siguiente recibí una llamada:
–Anoche se refirieron a ustedes en el programa de Maduro…
–¿Qué dijeron? –pregunté.
–Que había unos reporteros caraqueños en Táchira, Maracaibo y Lara con equipos carísimos, tomando fotos para venderlas a medios internacionales. Le pedía al pueblo estar atentos con ustedes.
Ese día hubo una marcha en memoria de Kluiverth Roa. Cerca de mil personas asistieron a una ceremonia de luto generalizado. Se respiraba impotencia. Al atardecer, un grupo de ciudadanos fue a la ULA para rezar un rosario en apoyo a los estudiantes y en memoria del niño muerto. Al culminar, todos los jóvenes atrincherados salieron de sus puestos por primera vez en días. Muchos de ellos agradecieron de rodillas. Una madre le gritó a su hijo, quien no había vuelto a casa en cinco días: “¡Cuídese y que Dios lo bendiga. No está solo. Manténgase firme!”.
Esa noche no hubo enfrentamientos. Pasadas las 2:00 am, ningún taxi quería entrar a buscarnos en la zona. Los manifestantes nos ofrecieron comida y “cama”. Los seguimos hasta un salón donde agrupaban pupitres en grupos de seis y ahí dormimos. A las 3:00 am sonó la campana de la universidad. Habían llegado de nuevo. Corrimos, aún adormecidos, desorientados. El ataque fue corto e infructuoso, un “amague”, para contar cuántos de ellos seguían ahí, para recordarles que no podían descansar.
Cuando la GNB se retiraba, uno de los jóvenes gritó con lo que le quedaba de fuerzas:
–¡No pueden con nosotros, pirobos! ¡No pueden con la ULA!