top of page

Ladridos

En esta batalla diaria de exclusiones en la que se ha convertido el país, hablar o publicar son, por obligación, sinónimos de un combate. Venezuela es una trampa y muy pocos, al parecer, parecen darse cuenta. Ha de ser que están muy ocupados fabricando sus capillas y pantallas, afilando sus lanzas, cavando sus trincheras.

Los veo, los leo: pontificando y ninguneando, desde ese pedestal de papel que imaginan a partir de sus aduladores de siempre. Están molestos. Están hartos. Están cansados. Sienten asco, pero necesitan seguir porque en esta pelea alguien tiene que caer y ese debe ser el otro, el ciego, el ignorante.

Confieso que me faltan ideas, no alcanzo a descubrir una forma de establecer nuevas vías de comunicación eficaces para mis compatriotas sin repetir las mismas lecturas, fuera del chiste, el autorretrato o la foto familiar.

Que somos los venezolanos seres políticamente más conscientes, lo afirman y repiten muchos. ¿Más conscientes de qué?, me pregunto. ¿Del desprecio? ¿De la revancha? Porque de la belleza, de la armonía, de la calidez y del placer nos hemos ido olvidando un poco.

La ironía no es suficiente. La lucidez se ha aliado con el pesimismo y frente a eso, la respuesta de los utópicos y los funcionarios de turno no es otra que un ataque infernal a cualquier postura que los interpele. Se acabó el debate porque la calle aplasta, porque el dinero no rinde, porque el crimen está venciendo. Porque la patria y la ideología se han vuelto excusas simples para escupir hacia arriba. Nos saquearon la capacidad de reflexión.

“No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible.”, escribió el mexicano José Emilio Pacheco en su magnífico poema “Alta traición”. Esos tres versos iniciales, y los que le siguen, son un calco de mi pena.

Noto pocas cosas, aparte de pugnas fugaces y reclamos teledirigidos en redes sociales, la mayoría disfrazados como grafitis anónimos y adolescentes. Noto vanos ensayos por sostener un modelo que ha socavado la alegría y esperanzas de mis seres cercanos. Noto que se impuso el discurso guerrero ya no como medio, sino como fin último de cualquier intento, como alimento del espíritu, como sentido vital. Ladridos. Ladridos. Una preocupación constante por afilar las garras de un conocimiento maltrecho y demostrar una superioridad burlona. Pocas cosas, digo, que me motiven a abandonar el espacio de encuentro constante que he creado a mi alrededor, para decir lo que tantos saben y padecen.

Total, las próximas elecciones se acercan: otra vez comienza el fin del mundo, un mundo enano y autoreferencial, una isla con cada vez más tiburones muertos en sus orillas. La democracia como fantasmagoría, la ruptura como escenario. Es la hora del insulto y el menosprecio, de seguir sembrando “consciencia política” desde el poder.

Así, desde esta distancia corta, ya no es para mí, en el caso de la realidad –incluso imaginada– qué decir y cómo decirlo, ni siquiera qué decir y por qué decirlo, para eso me queda el cobijo de la lectura. Sino qué decir y, sobre todo, para qué. ¿Para qué, carajo? ¿Para qué decirlo?

bottom of page