Hace unos quince años, en un viaje al interior de Venezuela, me vi con un amigo que en ese momento trabajaba para un político local. Le hice una crítica frente a lo que consideré un burdo salto de talanquera por unos reales: ya saben, el famoso chiste del «pónganme donde haiga». Parafraseando, le dije que una vaina era ser servidor público y otra un mercenario administrativo. Yo siempre tan ingenuo.
Su respuesta de entonces me ha dado vueltas en la cabeza en estas últimas semanas, en las que no entiendo cómo es que el país sigue cada vez más jodido social, política y económicamente, si por donde sea que uno lee todo el mundo afirma tener la razón.
A pesar de las quejas y lamentaciones por el vergonzoso estado de una sociedad que vive de migajas, cuando se trata de analizar y establecer escenarios o lecturas de los hechos, la mayoría se jacta de estar ganando, aunque no sé muy bien qué. Y cuando no lo dicen con soberbia lo escriben con rabia. Supongo que de alguna forma necesitan desahogarse.
Bien, mi amigo me dijo aquella vez, no sin esa chispa de ironía y de viveza mordaz tan típica de nuestra idiosincracia: «Compadrito, no se caiga a mojones que aquí en este país hoy la mayoría somos pumalacas: rojos por fuera pero blanquitos por dentro. Y usté va a ver que dentro de unos años nos inventamos otra fruta».
Esta es la pumalaca, también llamada pomalaca, pumagás, pomagás, pumarrosa y pomarrosa. Como ven, las letras pueden ser intercambiables, pero el sabor sigue siendo el mismo.
Yo, por cierto, las tumbaba a pedradas en mi adolescencia para comérmelas. Algunas salían bien jugosas.