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Estrella fugaz

¿Escuchamos? ¿Realmente escuchamos? ¿Podemos decir que seguimos como si nada y saber que nunca se sigue como si nada cuando nos duele la existencia? ¿Advertimos nuestros errores? ¿Los sueños se entierran? ¿Nos vimos de verdad? ¿Este tipo de heridas se cierran? ¿Cuántas de esas sonrisas fueron fingidas? ¿Es este amor una forma de eternidad? ¿O esta desazón la más hermosa de las flores muertas? ¿Fuimos esa carcajada leve o somos este nuevo vacío que me queda? ¿Cuál es la brisa que nos cobija al amanecer? ¿Qué tan adentro se puede llevar lo que llevamos dentro? ¿Dónde quedarán las lunas que se nos daban enteras?

Tú lo sabes, embalar una maleta ha de ser la metáfora que mejor me define y, sin embargo, no tengo en mi memoria una más fresca que la tuya: tan matemática, tan justa, tan calculada, tan llena de cinturones y colores, de brindis entre piernas cruzadas, de abrazos como espejos, de volutas y un cariño único, sin igual; de tus putísimos ojos lindos que se fueron en ella para que yo más nunca, ahora sí, pudiera verlos.

Me dueles por mí, por ti y por todos los que hoy me repiten, como lo hago yo, que no pueden creerlo y se preguntan qué pasó. Me duele porque nunca he sido muy amante de los finales abruptos, ni siquiera en las comedias negras, inteligentes y filosas, como ese sentido del humor que tanto celebramos. Del absurdo. Que. Somos.

El tiempo ha comenzado a transcurrir a un ritmo diferente: turbio, melancólico, energúmeno; un ritmo de escalofríos y piernas que tiemblan. Tiempo yunque y futuro laberinto. La pena. La nada. La mentira taquicardia. El amor adiós. El silencio. El silencio. El jodido silencio.

Si me permito la opción de no juzgarte en medio de este mareo —lejísimos estoy de eso, incluso sabiendo que no vas a leerme así pudieras, y que este texto borroso es más para los que quedamos pensando en ti, principito de pueblo, principito de mierda, principito coñodetumadre—, también me voy a regalar la posibilidad de no entenderte, aunque en algún mercado, entre verduras y frutas; en alguna tienda de ropa para caballeros, pantalones finos, camisas impecables, zapatos importados; en cada chorro de limón sobre nuestros rones pobres; en las orquídeas y begoñas y tulipanes; en mis próximas caladas nocturnas; en uno que otro chiste cómplice y en todos los pavos al horno por venir, receta especial de una herencia que sabe a gloria, te aparezcas de la nada y se me vengan a la mente tantos recuerdos como preguntas.

Nunca mentí cuando te dije que eras unas de mis cinco personas favoritas en el mundo. Y lo sigues siendo.

¿Me escuchas?

Esta noche no voy regalarte la borrachera que nos prometimos y quizás nos merecíamos, pero sí voy a tomarme cuatro copas de vino, como la última noche que compartimos antes de tu viaje: una por ti, otra por mí, otra por nosotros. La última por lo mismo: porque una amistad como la tuya, franca, honesta, limpia, desenfadada y placentera, no voy a volverla a conseguir, a menos que exista una nueva vida y me sea otorgada la dicha de volverte a conocer.

Pero una nueva no existe. ¿No es así?

Tampoco somos seres tan pacientes. Encantadores sí, y por eso somos tantos los que hoy lloramos de este lado, cada uno a su manera, pero todos con un dolor rotundo entre las costillas, el hombro y el pecho.

Te quiero, amigo. Y te respeto. Aunque me llene de rabia y de incomprensión, te sigo admirando. Porque fuiste bello y agudo, hermoso y consciente. Y casi pudiste engañarnos a todos, aunque por ahí me dijeron que hay alguien a quien nunca engañaste. Y eso también te hace humano. Y perpetuo como el más débil de los dioses paganos.

Yo no sé qué viene después de la muerte, pero si puedes, si te dejan, conviértete en estrella y alumbra fuerte en las madrugadas tristes.

Y sé fuerte. Por favor. Sé muy fuerte.

¿Me escuchas?

¿Realmente me escuchas?

En el centro: Francisco Izquierdo. Una de mis cinco personas favoritas en el mundo. Para siempre.


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